7 mar 2011

DIA 28 – Domingo

Estaba estirándome en la cama el domingo en la mañana cuando Verónica me preguntó -¿Por qué no vienes al gimnasio conmigo y hacemos un poco de bicyclegym?...

Había dormido bien luego de unos masajes que la noche anterior Verónica me había propinado como premio por haber jugado el partido de futbol y me provocaba sudar un poco, así que decidí acompañarla. Ella me advirtió que la clase sería fuerte para un principiante como yo, pero me reí en su cara y le dije que sería un paseíllo para mí.

-¡Tu clasecita de bicyclegym me va a servir de entrada antes de hacer mi rutina de ejercicios tardíos dominicales!- le dije, y ella apenas sonrió.

Confiado en mí buena condición física, me puse ropa deportiva y cargando una botella grande de agua, me dirigí al gimnasio dispuesto a estrenarme en la moda universal del bicyclegym, un ejercicio que miles de mujeres y algunos hombres, subidos en sus bicicletas estáticas y pedaleando frenéticamente al ritmo de una música demencial, practican con una especie de devoción religiosa y celo fanático. Esto lo tenía muy claro antes de subirme a la bicicleta: el bicyclegym no es un ejercicio más, es una secta peligrosa a la que no cualquiera puede pertenecer.

-¡Si te cansas y no puedes seguir, dejas de pedalear y te bajas de la bicicleta!- me dijo Verónica cuando entramos al gimnasio.

-¡No me hagas reír, por favor!- le dije, con una sonrisa arrogante -¡Yo he jugado fútbol de chico, corro todos los días (mintiendo), mis piernas están entrenadas!… ¿tú crees que no voy a poder montar bicicleta una horita?...

El profesor de bicyclegym se llamaba Juan y era un muchacho bajito, musculoso y saltarín, uno de esos gringos perfectamente felices que todavía no se han enterado de que algún día se van a morir. Me entregó el ticket número 6 y me dijo que jalase la bicicleta y la colocase en algún lugar frente a él. La maldita bicicleta pesaba una tonelada y no había cómo moverla de allí. Estaba arrastrándole como un condenado para desplazarla cuando alguien me hizo notar que debía levantarla y hacer girar sus rueditas. Fue un buen consejo. Puse la bicicleta detrás de todos, me subí a ella, respiré hondo y tranquilo y eché un vistazo: seis jóvenes mujeres comenzaban a pedalear de espaldas de mí, y todas eran guapas y llevan poca ropa deportiva, especialmente una brasilera que había amanecido ese domingo con la feliz idea de hacer bikinigym, lo que me permitía la gozosa contemplación de su cuerpo y parte de su alma.

-(¡Comenzamos bien el bicyclegym!)- pensé, mirando las piernas estupendas de la brasilera, pedaleando con pleno dominio de la situación.

Juan puso una música lenta tipo Bossa Nova para calentar, aplaudió con entusiasmo, gritó frases de aliento que juzgué exageradas e innecesarias y pidió que les preparara para la posición número uno. Como yo, sólo conocía una posición para montar bicicleta, seguí pedaleando en mi posición uno (y única).

La música era suave, las chicas estaban lindas, la brasilera montaba bici casi calata, Juan movía el cuello distraído como si fuese bailarín de Ricky Martin y yo, pedaleando seguro y ganador, pensaba: -(¡Me está gustando esto del bicyclegym!).

Entonces comenzó una canción algo violenta y la cosa se aceleró bastante, pero mantuve todo bajo control. Una música afiebrada invadió el gimnasio, sacudió los gigantescos espejos en los que se veían reflejados, alborotó a Juan y a las chicas y les lanzó a pedalear como enloquecidos.

-¡Posición dos!- gritó Juan, y como no le hice caso y seguí en mi posición única, se bajó de su bicicleta, se acercó a mí con un airecillo condescendiente y me dijo que la posición dos consistía en montar bicicleta sin apoyar las posaderas, es decir casi parado sobre los pedales.

Obedecí sus instrucciones y empecé a pedalear como lo hacían él y las chicas, y a partir de ese momento mi vida cambió dramáticamente y para siempre. Si el cura en el confesionario de la iglesia me preguntase: -¿En qué momento se jodió tu vida?, tendría que decirle: -¡Cuando pasé a la posición dos y pusieron la versión trance de American Pie cantada por Madonna!...

Apenas habían pasado diez minutos y yo pedaleaba de pie como si estuviese escalando el Himalaya en bicicleta y mi cansado cuerpo de trabajador intelectual empezaba a bañarse en sudor y la gorrita se me caía al piso (y con ella mi orgullo) y Juan el instructor me gritaba que pasase a la posición tres y que pedalease más rápido y yo con la mirada clavada en el reloj sólo tenía un pensamiento acosándole, flagelándole: -(¿cuánto falta para que termine esta pesadilla?)- Pero el reloj parecía detenido.

Entretanto, mi corazón saltaba, mis piernas se hamacaban, mi optimismo caía al suelo en forma de sudor y el espejo me devolvía la figura de un hombre que pedaleaba con tanta torpeza como angustia, sabiendo que esa estúpida clase de bicyclegym podía acabar con mi vida y mis más dulces ambiciones. Miré a Verónica, sonreía fresquita desde su bicicleta, pedaleando a mil por hora como toda una profesional. Juré que no pararía de pedalear, aunque tuviesen que sacarme muerto. Mi orgullo estaba en juego. No permitiría que Juan y su secta de fanáticas me humillasen. Pasé a la posición tres y empecé a descargar mis últimas energías en esos pedales imposibles. Vi nuevamente el reloj. Sufrí entonces mi primer mareo. Faltaban cuarenta y cinco minutos para terminar, y yo estaba a punto de desfallecer.

-(¡Eso me pasa por no ir a misa, carajo!)- pensé, jadeando como un enfermo terminal -(¡Voy a morir hoy domingo haciendo bicyclegym!)...

Pensé que mirar a la brasilera semidesnuda me devolvería las energías perdidas, así que desvié la mirada hacia ella, pero gruesas gotas de sudor caían sobre mis achinados ojos, nublando mi visibilidad. Casi no podía ver. Mi cara era un asco de sudor, una mueca agónica, la angustia del que siente cerca al final.

Cuando se cumplió la primera media hora, el panorama era poco alentador, no sólo sudaba a chorros, me temblaban las piernas, mi corazón bailaba un mambo taquicárdico y yo no podía ver, sino que además, para agravar las cosas, empecé a toser convulsivamente, una incesante mucosidad comenzó a descender por mis orificios nasales y noté un dolorcillo alarmante en la zona baja posterior, allí donde descansaba mi humanidad en la posición número uno. Dicho de una manera más cruda: me dolía tanto el culo que ya no podía sentarme y sólo lograba pedalear en las posiciones dos y tres, que desgraciadamente eran las más extenuantes.

Juan cometió entonces un grave error, acallando por un momento sus chillidos de felicidad ciclística, bajó de su máquina, caminó hacia mí y se permitió criticarme. Me dijo que debía pedalear más rápido, no apoyarse tanto en sus brazos y encorvar más la espalda para que todo el peso de su cuerpo recayese sobre sus estragadas piernas.

-¡Más rápido, más rápido!- me gritó, sin advertir que estaba a punto de desmayarme. Reconozco que perdí el control y pedí disculpas por ello. Juan no merecía que lo mirase con tanto odio empozado y que le mentase a la madre mentalmente. Tan turbia y amenazadora fue mi mirada, que se marchó a su posición de líder y dejó de mirarme.

-(¡Si voy a morir haciendo bicyclegym, al menos déjame que muera pedaleando a mi ritmo, gringo malnacido!)- pensé.

Juan se vengó porque puso unas canciones trances violentísimos, vertiginosos; pero yo no me dejé intimidar y, alentado por una mirada afectuosa de Verónica, empecé a dominar las posiciones uno, dos y tres y sentí de pronto el inesperado vigor de un segundo aire. Pensé que lo peor había quedado atrás cuando súbitamente mi pierna izquierda dejó de moverse, se trabó y, por mucho que insistí en seguir pedaleando al ritmo de la música trance, mi cuerpo se irritó en un nudo con los pedales porque, los pasadores de mi zapatilla izquierda se habían enroscado con la bicicleta y mi insistencia por seguir haciendo bicyclegym heroicamente provocó que mis pasadores, mi zapatilla, el pesado armatoste de fierro y yo mismo cayéramos al suelo húmedo de sudor. Como si nada hubiese pasado, las lindas chicas siguieron pedaleando ensimismadas y sólo Juan se acercó preocupado, me ayudó a levantarme, me dio permiso para tomar agua y me preguntó si quería sentarme a descansar -¡No!- le dije, empapado en sudor, moqueando, sin una zapatilla -¡Voy a seguir hasta el final!…

Y así fue. Terminé mi primera clase de bicyclegym sin dejar de pedalear. Orgulloso, bajé de la bicicleta, respiré hondo y sentí que la pesadilla había terminado.

-¡Ahora suban las piernas encima del timón y estírense!- gritó Juan, y yo lo miré con todo el odio del que fue capaz, y luego me estiré malamente sobre ese charco de sudor en el que había perdido mis mejores energías dominicales.

Al salir, Verónica me felicitó dándome un tierno abrazo y un suave beso en los labios, acariciándome el cabello mojado por el sudor y me preguntó si quería hacer unos abdominales -¡No!- le respondí.